Blog personal de Ángela Beato. Escribo lo que siento. Digo lo que pienso. Procura no tomarme demasiado en serio.

viernes, 11 de marzo de 2016

Hoy es 11 de marzo

Hoy es 11 de marzo. Hace doce años que asesinaron a Mª José, Enrique, Lilliana, Florencio y otras 187 personas en el mayor y más salvaje atentado de la historia de este país. Hace doce años que Óscar, Dori, Aurora, Javier y otras casi 2.000 personas quedaron aturdidas y marcadas de por vida tras sobrevivir a una masacre. Hace doce años que Ángeles, Ignacio, Maribel, Sorim y otros miles de familiares y amigos supieron lo que es sentir el desgarro que provoca el que te arrebaten lo que más quieres. 

Dicen que el tiempo lo cura todo. Yo diría que más bien el paso de los años va mitigando el dolor y cicatrizando las heridas, pero las marcas siguen ahí recordándoles lo que han sufrido. Afortunadamente ganar distancia con aquella fecha sí ha servido para asistir por fin a una conmemoración de este día en el que la unidad, el respeto y el sentido común ganen a las diferencias ideológicas y a las militancias políticas.


Al poco de producirse este terrible atentado, escribí un relato inspirado en una de las cientos de historias personales que se publicaron en la prensa durante aquellos días. Es este que reproduzco a continuación en memoria de todas las víctimas de aquel fatídico 11 de marzo. Se titula “Verde esperanza”. 

Verde, verde intenso, verde pastel, verde mar... No conozco ningún lugar con techo verde, pero estoy en un lugar con techo verde. Casi no hay ruido, sólo un pitido enfermizo, molesto, que me perfora los tímpanos y me impide escuchar con nitidez los susurros de los que me rodean. No les conozco. Una pareja mayor me mira. Ella llora y se limpia nerviosa la nariz. El parece congestionado, tiene las mejillas coloradas. "Por fin, parece que está despertando". Deben hablar de mí. "Eduardo, cariño, estamos aquí, somos papá y mamá". Quién es Eduardo. Yo no, bueno, no lo sé, ellos sí parecen estar convencidos de que lo soy. "Estás en un hospital, has sufrido un accidente, pero estás bien, no te preocupes". Habla el hombre mayor, le tiembla la voz, aunque se nota que intenta mantener el aplomo, o eso creo, porque el pitido continúa. Un accidente, no recuerdo nada de un accidente, no recuerdo llamarme Eduardo, no recuerdo los rostros de estas personas. "Es normal que esté un poco conmocionado todavía, piensen que acaba de salir del coma". Ese no cabe duda de que es el médico. Se une al círculo que habían formado en el lado derecho de mi cama. Me duele todo, cada centímetro de mi cuerpo inmóvil, incluida mi cara. Algo me sujeta con fuerza los gestos, me impide abrir la boca, sonreír, incluso bostezar, eso es lo peor, porque tengo mucho sueño. "Se recuperará, tranquilos, ya ha pasado lo peor". El doctor es también de un verde intenso, su pijama verde de dos piezas destaca sobre el negro de la mujer y el marrón del hombre. "Pensamos que lo habíamos perdido, es nuestro único hijo, ¿sabe?". Mis padres, es imposible, mis padres no están aquí, mis padres... hace mucho que no les veo, pero no recuerdo que estos fueran sus rostros. El azul marino rompe el verde, azul oficial, azul policía que asoma por la puerta. Se descubre la cabeza y balancea su gorra reglamentaria a la altura de los muslos. "Si son tan amables de acompañarme, me gustaría hacerles unas preguntas. Hay algunas dudas sobre la identificación del herido". La mujer me toma la mano, aprieta con fuerza y vuelve a llorar. Lágrimas a mares. No quiere separarse de mi lado. "Mi niño, mi Eduardo". Y dale, yo no me llamo Eduardo, quiero decírselo, lucho por articular alguna palabra, pero mi mandíbula no responde. Su llanto me contagia y miro al verde del techo para frenar las lágrimas, pero no lo consigo, las siento resbalar por las sienes, bajan por mis patillas y se deslizan hasta topar con algo que les impide acabar su recorrido en mis oídos, esos que me siguen pitando como cuando celebramos nuestra llegada a España en una discoteca y el volumen de la música estaba tan alto que al volver a casa de Elena tardamos horas en conciliar el sueño por culpa de ese pitido que se había grabado en nuestros tímpanos. "¿Qué dudas? No hay ninguna duda. Es nuestro hijo Eduardo, iba a trabajar esta mañana temprano en el tren que explotó en Atocha". Ya recuerdo, el tren, la explosión. Tengo que llamar al trabajo, contar lo que ha pasado, si falto sin una explicación me echarán y cómo vamos a pagar el alquiler, sólo con el sueldo de Mariana no llegamos a fin de mes. Mariana, ¿sabrá lo que ha pasado? Ella cogía el siguiente tren. ¿Estará bien? Mi móvil, dónde está mi móvil. Estoy respirando demasiado rápido, se me nubla la vista. "Tranquilo, no intente moverse, su cuerpo ha sufrido un impacto enorme y aún estamos pendientes de realizar algunas pruebas. Lo importante es que está consciente". El médico habla en serio, tiene autoridad, se nota, consigue soltar a la mujer de mi mano y conducirla a la puerta donde hablan el policía y el que dice ser mi padre. El pitido continúa y sólo me deja escuchar frases sueltas de su conversación. "Rostro casi desfigurado... vendaje... es fácil equivocarse... indocumentado... otra mujer le reclama... extranjero...". Quizá Mariana me ha encontrado, alguien se lo ha dicho. "¿Cómo no voy a reconocer a mi propio hijo?". La voz alterada de la mujer se superpone sobre el pitido y me permite escucharla con toda claridad. Tiene suerte el tal Eduardo. En cuanto pueda moverme llamaré a mis padres, pediré a Elena que me preste dinero para viajar a Rumanía y abrazarles. Mierda de vida. "La descripción de la ropa coincide". Mariana ha debido contarle a aquel policía cómo iba vestido esta mañana, cómo para no saberlo, es ella siempre quien me prepara la ropa para el trabajo. Que alguien llame a la obra, no puedo perder el empleo. "Que pase a verle". Gracias a Dios. Más verde, la chaqueta verde de Mariana que se aproxima temblorosa a mi cama y llora desconsolada al verme. Me toma de la mano. Quiero abrazarla, gritarle que la quiero, pero no puedo, sólo soy capaz de llorar. "Constantin". Ese si es mi nombre, ella lo conoce bien. "No, es Eduardo, mi hijo". La mujer de negro se ha colocado al otro lado de mi cama y agarra mi mano libre, reclamando su maternidad. Sólo la suelta un instante, para rebuscar dentro de su bolso y sacar una foto. "Es mi Eduardo", y se la muestra a todos los presentes, también a mí. Es el rostro sonriente de un chico joven, moreno, como yo, de ojos castaños, como los míos, pero estoy seguro que no soy yo, al menos no me reconozco. "Déjalo, Inés, no insistas, debemos aceptarlo". El marido la abraza y la arrastra con dificultad hacia la puerta. El doctor y el policía se quedan en la puerta viendo cómo se alejan. "Su hijo está en la lista de fallecidos del Gregorio Marañón. Ya lo sabían, pero la mujer se resiste a asumir la pérdida. Han estado peregrinando por distintos hospitales buscando algún joven herido en el atentado y a quien nadie hubiera reclamado". A pesar del tono confidencial que utiliza el policía para compartir aquella información con el doctor, resulta inevitable que le escuche. Mariana me abraza suavemente, como intentando no romperme, y mis ojos se vuelven a ahogar en lágrimas.

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